jueves, 22 de enero de 2009

Primavera

Intramuros (El río)

Vengo del río. ¿Pensás que estoy un poco loco? Ni mucho ni poco. Si no enloquecí en otras circunstancias, creo que a esta altura ya estoy vacunado contra la locura. Y sin embargo, vengo del río. Hace unas semanas que descubrí el sistema. Antes, los recuerdos me asaltaban sin orden. De pronto estaba pensando en vos o en Beatriz o en el Viejo, y dos segundos después en un libro que leí en la época de liceo, y casi inmediatamente en algunos de los postres que me hacía la vieja cuando viviamos en la calle Hocquart. O sea, que los recuerdos me dominaban. Y una tarde pensé: por lo menos voy a liberarme de este dominio. Y a partir de entonces, soy yo quien dirijo mis recuerdos. Parcialmente, claro. Siempre hay momentos del día (generalmente cuando me invade el desánimo o me siento jodido) en que los recuerdos aún me zarandean. Pero no es lo corriente. Lo normal es que ahora planifique la memoria, o sea, que decida qué voy a recordar. Y así resuelvo recordar, por ejemplo, una lejana jornada de escuela primaria, o una noche de farra con amigos, o alguna de las interminables discusiones en el ámbito de la FEUU, o los vaivenes (hasta donde eso puede efectivamente recordarse) de alguna de mis escasas borracheras, o un diálogo a fondo con el Viejo, o la mañana en que nació Beatriz. Es claro que todo eso lo voy alternando con los recuerdos que se refieren a vos, pero aun en éstos he decidido poner orden. Porque si no pongo orden, todas tus imágenes se concentran en tu cuerpo, en vos y yo haciendo el amor. Y eso no siempre me hace bien. Pasa a ser una constancia dolorosa de tu ausencia. O de mi ausencia. Primero gozo angustiosa y mentalmente, disfruto en el vacío. Luego me deprimo. Y el bajón me dura horas. De manera que cuando te digo que también en este campo tuve que poner orden, quiero decir que he decidido incorporar otros recuerdos que te (y me) atañen y que son tan decisivos y valiosos como las noches de nuestros cuerpos. Hemos tenido tantas conversaciones que, para mí al menos, son inolvidables. ¿Te acordás del sabado en que te convencí (después de cinco dialécticas horas) de los nuevos caminos? ¿Y cuando estuvimos en Mendoza? ¿Y en Asunción? No importa el orden de las fechas. Importa el orden que impongo a mis evocaciones. Por eso empecé diciéndote que hoy vengo del río. Y es un recuerdo en que vos no estás. El río negro, cerca de Mercedes. Cuando tenía doce o trece años, iba en el verano a pasar mis vacaciones en casa de los tíos. La propiedad no era demasiado grande (en realidad, una chacrita), pero llegaba hasta el río. Y como entre la casa y el río había muchos y frondosos árboles, cuando me quedaba en la orilla nadie me veía desde la casa. Y aquella soledad me gustaba. Fue de las pocas veces que escuché, vi, olí, palpé y gusté la naturaleza. Los pájaros se acercaban y no se espantaban de mi presencia. Tal vez me confundieran con un arbolito o un matorral. Por lo general el viento era suave y quizá por eso los grandes árboles no discutían, sino simplemente intercambiaban comentarios, cabeceaban con buen humor, me hacían señales de complicidad. A veces me apoyaba en alguno de los más viejos y la corteza rugosa me transmitía una comprensión casi paternal. Repasar la corteza de un árbol experimentado es como recorrer la crin de un caballo que uno monta a diario. Se establece una comunicación muy sobria (no empalagosa como suele ser la relación con un perro insoportablemente fiel) pero lo bastante intensa como para que despues uno la eche de menos cuando vuelve al trajín de la ciudad. En otras ocasiones subía al bote y remaba hasta el centro del río. La equidistacia de las dos orillas era particularmente estimulante. Sobre todo porque eran distintas y polemizaban. No tanto los pájaros, que las compartían, sino mas bien los árboles, que se sentían locales y un poco sectarios, cada uno en lo suyo, o sea, en su ribera. Yo no hacía nada. Simplemente observaba. No leía ni jugaba. La vida pasaba sobre mi, de orilla a orilla. Y yo me sentía parte de esa vida y llegaba a la extraña conclusión de que no debía ser aburrido ser pino o sauce o eucalipto. Pero como aprendí varios años más tarde, las equidistancias nunca duran mucho, y tenía que decidirme por una u otra orilla. Y estaba claro que yo pertenecía sólo a una de ellas. Ya ves como era cierto lo que te dije al comienzo: vengo del río.

Este es un fragmento de uno de mis libros favoritos: Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti, es sobre un preso politico y las diversas maneras en que él y su familia afrontan la situación, como dije, uno de mis favoritos.

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